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en un callejón cuando Macready y Caldwell estaban aún a veinte metros.
¡Sígalo, sargento! gritó Riggs cuando Macready se detuvo a esperar al coronel .
Casi lo tenemos, empieza a cansarse. Se volvió hacia Kerans y le dijo: Dios, qué
disparate es esto. Señaló cansadamente la figura de Hardman que se alejaba
saltando. ¿Qué le pasa? Casi tengo ganas de dejarlo ir.
Wilson se había recobrado y ahora podía caminar sin ayuda. Kerans se apartó y echó a
correr.
Todo irá bien, coronel. Trataré de hablar con Hardman. Quizá consiga traerlo.
El callejón desembocaba en una plaza pequeña: un grupo de severos edificios del siglo
diecinueve con una fuente adornada en el medio. Unas orquídeas salvajes y unas
magnolias se entrelazaban en las columnas jónicas de color gris del viejo palacio de los
tribunales, reproducción en miniatura del Partenón, con un pórtico pesadamente
esculpido. No obstante, la plaza había sobrevivido casi intacta a los ataques de los
últimos cincuenta años, y el nivel de las aguas aún no había llegado allí. Cerca del
palacio, con un reloj sin agujas en la torre, se levantaba un segundo edificio, una
biblioteca o museo de pilares blancos que brillaban a la luz del sol como una hilera de
gigantescos huesos calcinados.
Se acercaba el mediodía y el sol iluminaba la plaza antigua con una luz brillante y dura.
Hardman se detuvo y volviendo la cabeza miró un momento a los hombres que lo
seguían. Subió los escalones, tropezando, y entró en el palacio. Haciéndoles señas a
Kerans y a Caldwell, Macready retrocedió entre las estatuas de la plaza y esperó detrás
de la fuente.
Doctor, ahora es demasiado peligroso. Quizá no lo reconozca a usted. Esperaremos a
que aumente el calor. Hardman no puede escapar. Doctor...
Kerans ignoró a Macready. Avanzó lentamente por las losas agrietadas, con los dos
brazos sobre los ojos, y apoyó levemente el pie en el primer escalón. De algún sitio
entre las sombras le llegaba el sonido entrecortado de la respiración de Hardman, que
aspiraba el aire caliginoso.
El helicóptero apareció en el aire, volando lentamente, y estremeciendo la plaza con el
rugido de los motores. Riggs y Wilson corrieron escalones arriba hacia el museo,
observando el aparato que descendía en una espiral decreciente. El ruido y el calor le
martilleaban el cerebro a Kerans, como un millar de clavas, y una nube de polvo subió
en un torbellino, envolviéndolo. Bruscamente, el helicóptero perdió altura, y con una
agónica aceleración de sus motores, se deslizó hacia la plaza elevándose otra vez poco
antes de tocar el suelo. Kerans corrió a refugiarse con Macready detrás de la fuente,
mientras la máquina se sacudía en el aire, girando. De pronto la hélice posterior golpeó
una columna del pórtico. Un trozo de mármol saltó hecho trizas, y el helicóptero se
inclinó y cayó pesadamente sobre las losas, mientras la hélice de la cola giraba
descentrada. Daley apagó el motor y se quedó sentado ante los mandos, algo aturdido
por el choque y tratando de librarse de las correas.
Fracasada esta segunda tentativa de prender a Hardman, los hombres se sentaron a la
sombra, bajo el pórtico del museo, esperando a que bajara la temperatura. La piedra gris
parecía iluminada por unos inmensos reflectores, y los edificios envueltos en una luz
blanca, como en una fotografía sobreexpuesta, le recordaron a Kerans las columnas y
las paredes de color yeso de una necrópolis egipcia. El sol ascendía hacia el cenit, y las
losas reflejaron verticalmente la luz. De cuando en cuando, mientras atendía a Wilson y
lo calmaba con unos pocos granos de morfina, Kerans miraba a los hombres, que
montaban guardia y se abanicaban lentamente las caras con las gorras.
Diez minutos más tarde, poco después de mediodía, Kerans alzó los ojos hacia la plaza.
Oscurecidos por la luz y el resplandor, los edificios del otro lado de la fuente ya no eran
siempre visibles, y aparecían y desaparecían en el aire como las formas de una ciudad
espectral. En el centro de la plaza, junto a la fuente, se erguía una figura solitaria. Las
ondas pulsátiles de calor alteraban cada pocos segundos la perspectiva normal y
agigantaban fugazmente la figura. La cara tostada por el sol y la barba negra de
Hardman tenían ahora el color del yeso, y las ropas manchadas de barro brillaban a la
luz enceguedora como sábanas de oro.
Kerans se incorporó, arrodillándose, pensando que Macready le saltaría encima en
cualquier momento, pero el sargento, junto a Riggs, estaba recostado contra un pilar,
mirando inexpresivamente el suelo, como un hombre en trance.
Alejándose de la fuente, Hardman cruzó lentamente la plaza, entre las móviles cortinas
de luz. Pasó a unos seis metros de Kerans, que estaba arrodillado detrás de una
columna, con una mano apoyada en el hombro de Wilson, que se quejaba en voz baja.
Esquivando el helicóptero, Hardman alcanzó el otro extremo del palacio de los
tribunales, y dejó la plaza caminando con pie firme por una callejuela inclinada. Cien
metros más allá se extendían los bancos de cieno.
La intensidad de la luz disminuyó levemente, como dando cuenta de la fuga.
¡Coronel Riggs!
Macready bajó de prisa los escalones, protegiéndose los ojos del resplandor, y señaló
con el fusil la planicie de cieno. Riggs lo siguió con los delgados hombros echados
hacia adelante, sin sombrero, cansado y desanimado.
Detuvo a Macready tomándolo por el codo.
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