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a menudo, a veces incluso sin mala intención; al principio, si se trataba de mí y ellas
se hallaban demasiado cerca la una de la otra, se erguían rápidamente o bien una de
ellas fingía arreglar el peinado de la otra; luego, terminaron por no molestarse más
por mí. Entonces dejó de divertirme.
Rabastens ya no aparece; más de una vez se ha declarado «demasiado intimidado
ante tal intimidad», y el decirlo de este modo le parecía una suerte de juego de
palabras que le encantaba. En cuanto a ellas, ay, ellas ya no piensan en otra cosa que
en sí mismas. La una bebe los vientos por la otra, pisa su sombra, se aman entre sí tan
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Claudine en la escuela
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absolutamente, que yo ni siquiera pienso ya en atormentarlas, casi envidiando su
delicioso olvido del resto del mundo.
¡Por fin! Ya está. ¡No podía fallar! Carta de la pequeña Luce, que descubro al
llegar a casa en un compartimiento de mi cartera.
Mi querida Claudine:
Te quiero con todas mis fuerzas y tú siempre aparentas no darte cuenta de nada,
lo cual me hace desfallecer de tristeza. Eres, al mismo tiempo, buena y mala
conmigo; te niegas a tomarme en serio. Te comportas conmigo como lo harías con un
cachorrillo y no puedes imaginarte hasta qué punto eso me hace daño. Piensa, no
obstante, en lo muy felices que podríamos ser juntas. No hay más que ver a mi
hermana con la directora: son tan dichosas que no pueden pensar en otra cosa. Yo te
ruego que, si esta carta no te enoja, mañana no me digas nada sobre ella en la escue-
la; sería demasiado embarazoso para mí. Por el modo que tengas de hablarme
durante el día ya sabré si quieres o no ser mi mejor amiga.
Te beso con todo mi corazón, mi querida Claudine, y cuento contigo para que
quemes esta carta, ya que bien sé que no querrás enseñársela a nadie por el simple
hecho de que podría crearme problemas; no es tu estilo. Vuelvo a besarte con toda mi
ternura y espero a mañana con la mayor de las impaciencias.
Tu pequeña Luce.
¡A fe mía que no quiero! Si me apeteciera, sería con alguien más fuerte y más
inteligente que yo, que me maltratara un poco, y no con una animalito vicioso que tal
vez no deje de tener cierto encanto de gatita que araña y maúlla, que bastaría para
alguna caricia, pero demasiado inferior, en definitiva. No me gusta la gente a la que
puedo dominar. Rompo enseguida su carta, cariñosa y sin malicia, y meto los trozos
en un sobre para devolvérselos.
Al día siguiente, por la mañana, advierto una carita preocupada que me espera,
pegada a los cristales. ¡A la pobre Luce la ansiedad la ha hecho palidecer hasta sus
ojos verdes! Que más da; yo no puedo, sólo por darle gusto...
Entro. Por suerte se encuentra sola.
––Toma, pequeña Luce, aquí tienes los restos de tu carta, la cual como puedes ver
no he conservado por mucho tiempo.
Ella no dice palabra y toma maquinalmente el sobre.
––¡Estás chiflada! Por lo demás, ¿qué ibas a hacer en esta galera ––quiero decir en
esta galería del primer piso––, tras las cerraduras del apartamento de la señorita
Sergent? ¡Mira adónde te ha llevado eso! Yo no puedo hacer nada por ti.
––¡Oh! ––dice aterrada.
––Sí, mi pobre pequeña. No te estoy hablando de mi virtud, puedes creerlo. Mi
virtud es aún demasiado pequeña y no la tengo en cuenta. Pero, verás, lo que pasa es
que en mi más tierna juventud fui devorada por las llamas de un gran amor. Adoré a
un hombre que ya ha muerto y que me hizo jurar, en su lecho de muerte, que yo
jamás...
Ella me interrumpe gimiendo:
––¡Cállate, cállate, no te burles encima de mí! ¡Yo no quería escribirte, tú no
tienes corazón! ¡Oh, qué desgraciada soy! ¡Oh, qué mala eres!
––¡Anda, ya me estás cargando! ¡Vaya una ocurrencia! ¿Te apuestas algo a que te
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suelto dos cachetes, para devolverte al recto camino del deber?
––¡Y si me los das, qué me importa! ¿Te crees que estoy para bromas?...
––¡Toma, miniatura de mujer! Dame un recibo.
Encaja un sonoro bofetón que causa el efecto de hacerla callar de inmediato; me
mira cabizbaja, con sus dulces ojos, y llora, ya consolada, frotándose la mejilla.
¡Resulta prodigioso lo que le gusta que la zumbe!
––Trata de adoptar un aspecto más conveniente; ahí llegan Anaïs y las demás.
Entremos, que ya bajan ese par de tórtolas.
¡No faltan más que quince días para la graduación! Junio nos agobia: nos
achicharramos, nos adormecemos en las clases, la pereza ni siquiera nos permite
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