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noble quiere siquiera hablar conmigo. Ni un solo señor o mercader de granos se atreve a
coquetear conmigo. En todas parees sufro el ostracismo. ¡Y todo porque tienes los dedos
grasientos y mancillados de tanto tocar monedas!
Pero Arya murmuró él tímidamente . Siempre he creído que ibas a visitar a tus
amigos. Casi todos los días estás fuera durante horas enteras..., aunque sin decirme
nunca adónde vas.
¡Zoquete insensible! exclamó ella . ¿Qué tiene de extraño que salga y vaya a
algún lugar solitario para llorar y buscar amargo consuelo en privado? Jamás entenderás
la delicadeza de mis emociones. Por qué te casaste conmigo? Yo no lo habría hecho,
puedes estar seguro..., pero tú obligaste a mi pobre padre cuando estaba en dificultades.
¡Me compraste! Es la única manera que sabes de conseguir algo. Y entonces, cuando
murió mi padre, tuviste la desfachatez de comprar esta casa, la suya, la casa donde nací.
Lo hiciste para completar mi humillación, para hacerme volver allá donde todo el mundo
me conocía y que pudieran decir: «Ahí va la esposa de este prestamista insoportable». ¡Si
es que usan una palabra tan cortés como esposa! Lo único que quieres es torturarme y
degradarme, llevarme a rastras hasta tu nivel infame. ¡Eres un cerdo obsceno!
Y mientras así hablaba, trazó un tatuaje con sus tacones dorados sobre la brillante
madera del suelo. Era menuda, ligera, muy mita, vestida con una túnica de seda amarilla
y calzones. Su rostro de ojos vivos y mentón pequeño tenía un atractivo exótico bajo el
dosel del cabello liso, de un negro reluciente. Sus rápidos movimientos parecían un aleteo
incansable. En aquel momento sus gestos traslucían enojo y una profunda irritación, pero
había también una especie de naturalidad estudiada en sus maneras, lo cual sugirió al
Ratonero, el cual disfrutaba a conciencia de todo aquello, que la escena había sido
repetida innumerables veces.
La habitación armonizaba bien con su moradora: tenía colgaduras de seda y muebles
delicados, y había esparcidas por todas partes mesitas cargadas de tarros de cosméticos,
cuencos de dulces y toda clase de objetos frívolos. La brisa cálida que penetraba por las
ventanas abiertas hacía oscilar las llamas de unas velas largas y delgadas.
Una docena de jaulas estaban suspendidas del techo por medio de cadenas delicadas.
Contenían canarios, ruiseñores, cotorras y otros diminutos pájaros cantores, algunos de
los cuales dormían mientras otros piaban somnolientos. Aquí y allá había mullidas
esteras, y, en conjunto, era un nido aterciopelado en medio del carácter pétreo de
Lankhmar.
Muulsh era un poco como ella le había descrito: gordo, feo y tal vez veinte años mayor
que ella. Su túnica llamativa le sentaba como si fuera un saco. La mirada que dirigía a su
esposa, mezcla de aprensión y deseo, era irresistiblemente cómica.
Oh, Atya, mi palomita, no estés enfadada conmigo. Hago cuanto puedo por
complacerte, y te amo muchísimo.
Trató de tocarle el brazo y ella le eludió; corrió con torpeza tras ella y tropezó de
inmediato con una de las jaulas, que colgaba a una altura inconveniente. La mujer se
volvió hacia él, convertida en una furia en miniatura.
¡No molestes a mis animalitos, bruto! Vamos, vamos, queridos míos, no os asustéis.
No es más que el viejo elefante.
¡Malditos sean tus animales exclamó el prestamista impulsivamente, llevándose
una mano a la frente, pero se dominó en seguida y retrocedió, como si temiera que su
esposa le azotara con una zapatilla.
¡Vaya! ¿De modo que, además de todos tus demás ultrajes, hemos de soportar tus
maldiciones? inquirió ella en un súbito tono glacial.
No, no, mi amada Atya. No he podido dominarme. Te quiero mucho, y también a tus
pajaritos, a los que no deseo ningún daño.
¡Claro que no les deseas ningún daño! Sólo deseas atormentarnos a muerte. Quieres
degradarnos y...
Pero Atya la interrumpió él en tono apaciguador . No creo que te haya degradado
realmente. Recuerda que incluso antes de que me casaca contigo tu familia no se
mezclaba nunca con la sociedad de Lankhmar.
Esta observación fue un error, como el Ratonero, que hizo pan esfuerzo para ahogar la
risa, pudo ver claramente. Muulsh también debió de darse cuenta, pues mientras Atya
palidecía y se disponía a coger una pesada botella de cristal, el retrocedió y le dijo:
Te he traído un regalo.
Puedo imaginar qué es replicó ella desdeñosamente, relajándose un poco pero
empuñando la botella . Alguna baratija que una señora regalaría a su doncella, o unos
trapos chillones sólo apropiados para una ramera.
Oh, no, querida mía, es un regalo digno de una emperatriz.
No te creo. Si en Lankhmar no me aceptan se debe a tu gusto atroz y sus
asquerosos modales. Sus finos rasgos, decadentemente blandos, se contrajeron en un
mohín, y su seno encantador aún estaba agitado por la cólera . «Es la concubina de
Muulsh, el prestamista», dice todo el mundo, y se ríen can disimulo de mí. ¡Se ríen!
No tienen derecho a hacerlo. ¡Puedo comprarlos a todos! Espera hasta que te vean
llevando mi regalo. ¡Es una joya por la que la esposa del Señor Supremo bebería los
vientos!
A la mención de la palabra «joya», el Ratonero percibió que un sutil estremecimiento de
expectación recorría la estancia. Aun más, vio que una de las colgaduras de seda se
movía de una forma que difícilmente podía deberse a una ligera brisa.
Avanzó con cautela, estiró el cuello y escudriñó el espacio entre las colgaduras y la
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