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agitada silueta vestida de negro, que era Maud, embozada ya para representar a la Tercera Bruja,
me retiré precipitadamente a mi pequeño cuarto personal, como el propio Peer Gynt huyendo por
el flanco de la montaña para escapar de la caverna del Rey Troll, que lo único que deseaba era
practicarle pequeñas hendeduras en los globos oculares para que a partir de entonces pudiera ver
siempre la realidad de una forma un poco distinta. Y mientras corría, el supremo anacronismo de
aquella amenazadora marcha loca resonó agudamente en mis oídos.
III
Ved la pantomima. Entran las tres fatales hermanas, con una rueca, hilo y un par de tijeras.
(Obra antigua)
El pequeño cuarto donde duermo consta tan sólo de un camastro en el extremo trasero del tercio
del vestuario destinado a las chicas, con un biombo de tres paneles para darle un poco de
intimidad.
Cuando duermo cuelgo mis ropas en el biombo, que está lleno de cosas relativas a la ciudad de
Nueva York pegadas y clavadas con chinchetas, cosas que me dan seguridad: programas de
teatros y menús de restaurantes, recortes del Times y del Mirror, una deslucida foto del edificio
de las Naciones Unidas con un centenar de pequeñas banderitas de alegres colores pegadas a su
alrededor, y colgando en una vieja redecilla para el pelo una pelota de béisbol autografiada por
Willy Mays. Cosas así.
En aquellos momentos estaba paseando mis ojos sobre todo aquello, pidiéndole que me
mantuviera allí y me hiciera sentirme segura, mientras permanecía tendida en mi camastro
completamente vestida, con las rodillas dobladas y las manos sobre las orejas, a fin de que las
frases de la obra pronunciadas con voz fuerte no pudieran llegar a mi encuentro a través de las
mamparas, las mesas y los espejos. Por lo general me gusta escucharlas, aunque lleguen hasta mí
ligeramente sepulcrales y carentes de armónicos tras su sinuoso viaje. Pero siempre me hacen
sentirme tensa. Y esta noche (quiero decir esta tarde)... ¡no!
Es curioso que halle seguridad en elementos de una ciudad a la que no me atrevo a ir..., no, ni
siquiera para dar un paseo por Central Park, aunque lo conozco desde el estanque hasta el
Harlem Meer..., el Museo Metropolitano, el parque zoológico, el Paseo, la Gran Pradera, la
Aguja de Cleopatra, y todo lo demás. Pero así son las cosas. Quizá yo sea como Jonás en la
ballena, reacia a salir al exterior porque la ballena es un monstruo terrible que asusta con sólo
mirarlo de frente y realmente puede hacerte daño si te traga por segunda vez, pero sintiéndome
tranquila al saber que vivo en el estómago de ese monstruo en particular y no en el de uno
heptatentacular procedente del quinto planeta de Aldebarán.
Es realmente cierto que vivo en el vestuario. Los chicos me traen la comida: café en vasos de
cartón, rosquillas en pequeñas bolsitas de papel manchadas de grasa, leche malteada,
hamburguesas, manzanas y pizzas pequeñas, y Maud me trae verduras crudas..., zanahorias,
rábanos, cebolletas y cosas así, y me observa para asegurarse de que ejercito mis molares
masticándolas y consigo así las vitaminas que necesito. Me lavo como puedo con el chorrito de
agua que sale del grifo del pequeño lavabo. Al parecer, los arquitectos creen que los actores no
se bañan nunca, ni siquiera cuando han oscurecido toda su piel para representar el papel de
Píndaro el Parto en Julio César. Y en este pequeño camastro, todos mis sueños están atrapados en
el crepúsculo de la ciudad de Nueva York que muestra mi biombo.
Pensarán ustedes que me aterra estar sola en el vestuario durante las horas de la noche y la
mañana, y el hecho de dormir aquí sola, pero no es así. En primer lugar, siempre hay alguien que
también duerme aquí. Especialmente Maudie. Y ésas son también mis horas favoritas para
trabajar en el vestuario y leer el Variorum y otros libros, y para quedarme simplemente tendida
en la cama soñando despierta. Entiendan, el vestuario es el único lugar donde realmente me
siento segura. Sea lo que sea lo que haya ahí afuera, en ese Nueva York que me aterroriza, estoy
completamente segura de que jamás podrá llegar hasta aquí.
Además de eso, hay un enorme cerrojo en la parte interior de la puerta del vestuario, que echo
siempre que me quedo sola después de la representación. Al día siguiente lo único que tienen que
hacer los otros es llamar para que yo les abra.
Al principio eso me preocupaba un poco, y le pregunté a Sid: ¿Qué ocurrirá si estoy tan
profundamente dormida que no os oigo y vosotros tenéis que entrar con urgencia?
Cariño respondió , déjame decirte algo al oído: nuestro Beauregard Lassiter es el mejor
revientacerraduras en libertad desde Jimmy Valentine y Jimmy Dale. Nunca le he preguntado, ni
pienso preguntarle, dónde aprendió ese oficio, pero te juro por mi honor que es la pura verdad.
Beau lo había confirmado con un breve asentimiento murmurando:
A su servicio, señorita Greta.
¿Cómo puedes manipular un enorme cerrojo de hierro a través de una puerta de ocho
centímetros de grueso que encaja como las mallas de Maudie? quise saber.
siempre lleva consigo piedras imanes de gran potencia y diversas herramientas de lo más sutil
explicó Sid por él.
No sé cómo se las arreglan para que ningún policía o guardia del parque descubra mi presencia
aquí y empiece a hacer preguntas. Tal vez Sid utilice un poco más enérgicamente el
temperamento del que siempre hace gala para mantener a los desconocidos fuera del vestuario.
Por supuesto, no tenemos ni portero ni mujeres de la limpieza, como sabemos muy bien Martin y
yo. Lo más probable es que Sid unte a alguien. Tengo la impresión de que toda la compañía está
de acuerdo en dejarme permanecer aquí..., pero que a los directores del teatro no les haría
ninguna gracia si me descubrieran o supieran de mí.
De hecho, los actores son todos tan buenos ayudándome y soportando mis extravagancias
(¡aunque ellos también las tienen, y no
pocas!) que a veces pienso que tengo que estar emparentada con alguno de ellos..., una prima
lejana o cuñada (¡o esposa, Dios mío!), aunque he comprobado nuestros rostros uno al lado del
otro en los espejos lo suficientemente a menudo sin poder llegar a descubrir ningún parecido
familiar digno de ser notado. O tal vez fuera incluso una de las actrices de la compañía. La
menos importante. La que representaba los papeles más pequeños, como Lucius en César,
Bianca en Otelo, una de las princesitas en Ricardo III y Fleance o la Camarera en Macbeth,
aunque imaginarme a mí misma actuando me hace estallar en carcajadas.
Pero cualquiera que sea la relación que me une a ellos si es que me une alguna , ninguno de
los actores me ha dicho nunca una palabra al respecto o ha dejado caer ninguna insinuación. Ni
siquiera cuando yo se lo suplico o intento arrancarles algo mediante argucias, presumiblemente
porque temen que eso reviva en mí el shock que me produjo la agorafobia y la amnesia, y quizá
esta vez me haga perder los pocos sesos que me quedan y como mínimo borre el escaso asomo
de conciencia que he conseguido fabricarme.
Supongo que debieron de reunirse, hace un año, y hablaron de mí, y decidieron que mis mayores
posibilidades de curación, o simplemente de seguir adelante con esta existencia medio feliz,
consistían en dejar que siguiera en el vestuario antes que enviarme a casa (curioso; ¿es posible
que tenga otra casa?) o a un hospital mental. Después se sintieron tan orgullosos de su psiquiatría
aficionada y tan interesados conmigo (el Caballo Blanco sabe por qué) que siguieron adelante
con un programa ante el cual cualquier psiquiatra hubiera sentido erizarse todos los pelos de su
cabeza.
En una ocasión me sentí tan preocupada por todo ello y por los riesgos que estaban corriendo por
mí que me asusté lo suficiente como para decirle a Sid:
Siddy, ¿no crees que debería ir a ver a un médico?
Él me miró solemnemente durante un par de segundos, y luego dijo:
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