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honrado y justo.
Al oscurecer regresaron papá y mamá Bhaer.
Medio-Brooke y Daisy eran un gran consuelo para su madre,
que no quería separarse de ellos. Tía Jo estaba aniquilada y
necesitaba calmarse. Lo primero que dijo al entrar fue:
-¿Dónde está mi chiquitín? ...
-¡Aquí estoy!- contestó una vocecita.
Y mientras Dan depositaba a Teddy en brazos de su
madre, éste, abrazándola, exclamaba:
-Mi Danny me ha cuidiao, y yo he sido beno, muy beno.
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Tía Jo se volvió para darle las gracias al niñero, pero éste
se escabulló entre sus camaradas, murmurando:
-Vámonos; no la molestemos haciendo ruido.
-No se vayan; deseo verlos y tenerlos cerca, hijos míos;
hoy los he abandonado todo el día -dijo mamá Bhaer,
acariciando a los muchachos y encaminándose, rodeada de
ellos, a la salita. Luego, recostándose en el sofá, murmuró:
-Ve, Nat, por el violín y toca alguna de las dulces
melodías que últimamente te envió tío Teddy. La música me
servirá tal vez para serenarme.
Corrió Nat en busca del violín y, sentándose en el
vestíbulo, tocó con delicadeza infinita, con sentimiento
prodigioso; parecía poner en el arco la gratitud de su alma.
Los demás muchachos, sentados en la escalera, guardaron
silencio y vigilaron para que nadie hiciera ruido.
Al fin tía Jo, asistida y velada por los pequeños, pudo
descansar y dormir un rato.
Tranquilamente transcurrieron dos días. El tercero, al
término de las clases, se presentó el señor Bhaer, conmovido
y satisfecho al mismo tiempo, con una carta en la mano:
-Escuchen, hijos -exclamó, y leyó lo siguiente:
"Querido hermano Fritz: He sabido que no piensas traer
hoy a esos niños, temiendo que no me agrade verlos. Te
ruego que los traigas. A Medio-Brooke le resultará menos
amargo este día, hallándose entre sus compañeros; además,
deseo que oigan lo que el sacerdote diga de mi John.
Seguramente les será provechoso. Me gustaría que esos niños
entonasen algunos de los antiguos himnos que tú les has
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enseñado. No dejes de traerlos. Te lo ruega tu hermana,
Meg.
-¿Quieren ir? -preguntó el maestro.
- ¡Sí! ¡Sí! -contestaron los emocionados muchachitos.
Una hora después salieron con Franz, para asistir al
modesto funeral de John Brooke.
La casita parecía tan risueña, ordenada y tranquila como
cuando, diez años antes, entró en ella Meg recién casada;
entonces era verano y todo estaba lleno de rosas; ahora, por
ser otoño, todo se veía cubierto de hojas amarillas. La
entonces recién casada era ahora viuda; pero ahora como
entonces la dulce resignación de su alma proporcionaba
majestuosa serenidad al rostro.
-¡Admiro tu valor, querida Meg! -exclamó tía Jo
abrazándola tiernamente.
-Querida Jo, el amor que me ha sostenido durante diez
años, sigue sosteniéndome. El amor, esencia del alma, no
puede morir; hoy John sigue estando a mi lado en espíritu.
-Tienes razón -asintió mamá Bhaer.
Allí estaban todos: el padre, la madre, tío Teddy, tía Amy,
el venerable señor Laurence, los Bhaer, con los chiquitines, y
muchas personas más. En su vida laboriosa y modesta era de
presumir que John Brooke no había dispuesto de mucho
tiempo para crear y cultivar amistades; y, sin embargo, surgían
amigos por doquier; ancianos, jóvenes, pobres, ricos,
humildes, aristócratas... Todos lo amaban, todos lo lloraban,
todos lo bendecían.
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Los mayorcitos contemplaban con honda emoción todo
lo que se desarrollaba ante sus ojos. El funeral fue breve y
sencillo; la voz del sacerdote, aquella voz que antaño sonara
jubilosa al bendecir el matrimonio de John Brooke, cuando
quiso pronunciar la oración fúnebre, tembló en un sollozo.
El profundo silencio que siguió al último Amén, sólo se
interrumpió por el llanto de Josy. El coro escolar, a una señal
del señor Bhaer, entonó un himno suave y calmo. Todas las
voces se unieron entonces pidiendo a Dios paz para las
almas.
La viuda de Brooke comprendió su acierto al pedir que
los niños asistiesen al funeral; era consolador que la última
despedida a un hombre honrado y justo saliera de labios
inocentes; y era consolador ver cómo aquellos niños iban
atesorando en la memoria emociones, recuerdos y ejemplos
dignos de imitación. Daisy reclinaba la cabeza en el regazo
materno, Medio-Brooke estrechaba una mano de su madre, y,
de vez en cuando, la miraba como diciéndole:
-¡No te aflijas, mamá; aquí estoy yo!
La viuda, entre aquellas muestras de simpatía y cariño,
comprendió que, como su marido, estaba obligada a vivir
para los demás.
Aquella noche, cuando los niños de Plumfield estaban,
según costumbre, sentados en la escalera, alumbrados por la
luz de una apacible noche de septiembre, la conversación
recayó sobre el suceso del día.
Emil exclamó impetuosamente:
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-Tío Fritz es el más sabio; tío Laurie el más ingenioso y
diverlido; pero tío John era el más bueno.
-Verdad. ¿Oyeron lo que le decían hoy unos caballeros a
abuelito? ... ¡Ojalá todos digan lo mismo de mí, cuando yo
muera! -murmuró Franz.
-No era rico, ¿verdad? -preguntó Jack.
-No.
-¿Nunca hizo nada que llamase la atención?
-No.
-¿No era nada más que bueno? ...
-Nada más.
Franz, al ver el desencanto de Jack, lamentó que tío John
no hubiese realizado algo estupendo.
- ¡Nada más que bueno! ¡John Brooke sólo fue bueno!
-intervino el señor Bhaer-. Sepan por qué todos le honraban
y querían y por qué prefirió ser bueno a ser rico o famoso.
Cumplía sencillamente con su deber, siempre y en todas las
ocasiones, viviendo satisfecho y feliz en medio de la pobreza,
del aislamiento y del trabajo. Era buen hijo y renunció a
ambiciones personales por no separarse de su madre. Era
buen amigo y enseñó a tío Laurie el griego, el latín y muchas
cosas más, aparte del ejemplo de una vida honrada. Era
obediente, inteligente, adicto y leal. Era buen esposo, y buen
padre, tan amante de su familia que supo sacrificarse por ella.
Papá Bhaer siguió en tono más sereno y conmovido:
-Cuando agonizaba, le dije: "No te inquietes por Meg, ni
por los niños; me encargo de que nada les falte." Sonrió, me
estrechó la mano y me contestó risueño como siempre: "No
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te molestes, nada les faltará, ya lo he previsto."
Efectivamente, cuando vimos sus papeles, los encontramos
en orden; no tenía deudas, y con los ahorros que deja hay
suficiente para que Meg y los niños puedan vivir con
comodidad e independencia. Entonces comprendimos por
qué vivió siempre modestísimamente, rehusándose todas las
satisfacciones, excepto las de la caridad; entonces
comprendimos por qué había trabajado tanto, lo que hacía
temer por su salud y su existencia. Auxilió a los demás, y
nunca pidió auxilio ajeno; valerosamente llevó toda su carga.
Nadie tuvo queja de él; siempre se mostró justo, generoso y
compasivo. Ahora que ya no existe, todos lo alabamos, hasta
el extremo de que siento orgullo por haber sido su amigo.
Preferiría dejar a mis hijos, mejor que una inmensa fortuna, la
herencia que él deja a sus hijitos. Sí, la bondad, la bondad es
el mejor tesoro del mundo. Ella subsiste, mientras la fama y
el dinero desaparecen, y es la única riqueza que podemos
llevamos al abandonar esta vida. Recuérdenlo bien, hijos
míos; y si quieren lograr respeto, confianza y cariño... ¡sigan
las huellas de John Brooke! ...
Algunas semanas después volvió Medio-Brooke a
Plumfield. Parecía haberse consolado de la desgracia, con esa
facilidad que la infancia tiene para cicatrizar todas las heridas.
Así era, hasta cierto punto; pero el pequeño no olvidaba, por
su carácter reflexivo, en el cual todo imprimía profunda
huella. Jugaba, estudiaba, trabajaba y cantaba como antes;
pocos sospechaban que el chico hubiese cambiado, pero así
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era; tía Jo lo sabía, y procuraba constantemente consolar al
huerfanito.
Tan unido estaba el chico a su padre, que cuando la
muerte rompió aquel dulce lazo, el corazón del huerfanito
derramó sangre y siguió sangrando.
El tiempo fue piadoso con Medio-Brooke, que, al fin, [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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